Una jornada especial
UNA JORNADA ESPECIAL
Francisco José Segovia Ramos
Se había levantado temprano y realizado sus abluciones matinales para poder acudir a un acontecimiento que iba a marcar con signo funesto la historia de su ciudad, ahora en manos del invasor extranjero. Ibn Furkun rezó mirando hacia La Meca, y se incorporó, llamando a sus dos hijos menores, Az-Zubair y Hashim, a los que ese día no había enviado a la madraza.
Acudieron raudos, con semblantes serios, y apesadumbrados. La esposa de Ibn Furkun, Fátima, llevaba varios días enferma y recogida en el maristán de la ciudad. No podrían visitarla a primera hora, como era su costumbre, porque otros asuntos requerían su interés.
Salieron a la calle, en la que el silencio sólo era roto por el canto de las fuentes interiores de los cármenes del Albaicín y por el piar de las golondrinas. Más y más personas de todos los sexos y edades se les fueron uniendo en una corriente humana. Todos con la misma idea, todos con el mismo rumbo. El río Darro, moribundo entre paredes de tierra encarcelada, los acompañaba en su recorrido. El sol brillaba ya en un cielo limpio como sólo aquella ciudad podía tener.
Llegaron a la Plaza Nueva, pasando antes junto al solar que había sido su antigua mezquita y en el que ahora se llevaba a cabo la construcción de una nueva iglesia cristiana. Ibn Furkun levantó la mirada y pudo contemplar el campanario que sus conquistadores habían levantado en la Torre de la Vela, y dejó escapar un leve suspiro, que pasó inadvertido a sus hijos.
Continuaron, cruzando la calle Elvira, y llegando, a través de la calle Zacatín, a la gran explanada de Bib-Rambla. Una creciente multitud se iba concentrando en el lugar, procedente de la vieja ciudad morisca. En el sólido silencio todos los ojos se fijaban únicamente en la enorme montaña de libros que se encontraba en mitad de la plaza. Cientos de soldados cristianos formaban una barrera de hierro y bronce que impedía que nadie pudiera acercarse a ella. Algunos lacayos estaban terminando de arrojar los últimos libros de las bibliotecas, mezquitas y hogares de la ciudad de Gharnata, requisados por las nuevas autoridades durante los días anteriores, de grado o por la fuerza y, desde lo alto del balcón principal de uno de los edificios que daban a la plaza, el cardenal Cisneros, el ojo vigilante de la Cristiandad, contemplaba toda la escena con la impasibilidad que le caracterizaba.
Ibn Furkun apretó con fuerza las manos de sus hijos. Quería que contemplasen aquello; que lo retuviesen en sus retinas, en sus memorias, para que no olvidasen hasta dónde podía llegar la intolerancia del hombre para con el hombre. Tembló, porque sabía qué vendría después, y que su biblioteca, herencia y orgullo de su familia, iba a desaparecer para siempre, de forma irremediable.
Cisneros hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, y algunos mozos se acercaron con antorchas a la enorme pira, prendiendo fuego a los libros allí arrojados. Un gemido colectivo surgió de las gargantas de los moriscos granadinos, y algún grito de rabia, que fue prontamente acallado por los golpes de las lanzas de los soldados. Ibn Furkun lloraba con impotencia contenida. Lloraban todos los allí presentes al ver quemarse su cultura, sus raíces, y sus almas.
Al principio, el fuego avanzó lentamente, como si tuviese conciencia del crimen que estaba cometiendo. Después, en un gesto casi humano de desprecio y ansia destructiva, una enorme lengua, amarilla como la piel del odio, se alzó desde el centro del cuerpo de cuero y pergamino, y el crepitar de las llamas silenció los sollozos del recuerdo. Una nube negra comenzó a brotar de aquella pira, se fue enroscando, como una serpiente expulsada del paraíso y, rompiendo la línea del horizonte, dibujó sobre los azules cielos de Gharnata la ominosa figura del negro cuervo de la intolerancia.
“No llores por mí, Gharnata”, se dijo Ibn Furkun. “Llora por todos nosotros, que somos incapaces de hacer otra cosa que lamentarnos como nuestro último y desgraciado rey”. Una mujer se cubrió con su velo y cayó al suelo, desmayada. Varios jóvenes, atrevidos y desesperados, hicieron algún intento de romper la barrera de soldados y salvar algunos de los libros que aún no estaban ardiendo, pero fueron contenidos por sus paisanos. La sangre llamaba, pero la historia se estaba escribiendo entonces, y todos lo sabían. Ninguno de los faquíes que se encontraban en la plaza podía hacer otra cosa que orar en silencio, recitar alguna sura del Corán, y encomendarse a la benevolencia de su dios.
El otro dios, el humano, allá arriba, en el balcón, mostraba ahora, que el fuego terminaba de consumir los últimos de aquellos cientos de miles de libros expoliados de todas las bibliotecas y hogares de Gharnata, una sonrisa de satisfacción. Después, contemplada su obra, abandonó su lugar y se introdujo en el interior del edificio.
La multitud se fue dispersando, tan silenciosa y triste como había llegado. En la plaza, junto a los rescoldos y las cenizas de lo que otrora había sido el compendio de siglos de cultura y saber, sólo quedaron unos pocos soldados, impasibles como estatuas de hierro y bronce, y dos chicos jóvenes arrodillados que lloraban junto al cadáver de su padre, Ibn Furkun, que no había podido resistir aquel último acto de su existencia.
FIN