Harpagón
HARPAGÓN
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Antonio J. Afán de Ribera
no de los mercaderes más ricos de la parte de la población llamada por los árabes
Garnathad al Jahud, que comenzaba en el siempre famoso campo de
Albunest ó del Príncipe, lo era el anciano judío Abraham, por los años de 1364.
Pero su avaricia superaba aún á sus riquezas, y pareciéndole excesivo el derecho de almojarifazgo y el de tahadil, que le imponían los dominadores; enajenó sus telas y joyas, cerró su oscura tienda de Alcaicería, y seguido de un triste esclavo mudo, adquirió una casa dentro de las murallas de la Alcazaba, en una callejuela estrecha y sin salida cerca del local que ocupó siglos después de la ermita del Santo Cristo de las Azucenas.
A todo el mundo y hasta á los demás miembros de la sinagoga, el judío aseguraba hallarse completamente arruinado por la pérdida de un bajel en las costas de Málaga, y por las enormes exacciones de los musulmanes. Más como el trono granadino se hallaba ocupado por Mahomed V, monarca tan justo como benéfico, quien aprovechando el período de tranquilidad con la corte de Castilla, se dedicaba á mejorar notablemente todos los ramos de la administración pública, protegiendo en primer término el comercio y la agricultura, nadie creyó semejantes aseveraciones, y Abraham aumentó su reputación de miserable.
Encorvado, harapiento, salía por la mañana como un reptil de su madriguera, á comprar unas mezquinas provisiones incapaces de alimentar, no á dos personas, sino á la más desventurada criatura, y se volvía al instante para ejercer en grande escala la usura, empeñando toda clase de objetos, y realizando enormes ganancias. Pero nada satisfacía su sed de riquezas, y fundándose en que tenía que dar participación de sus utilidades al wali, chupaba como una sanguijuela al desgraciado que tenía precisión de aventurarse en su cubil.
El triste esclavo murió á los pocos meses, asegurando el vulgo que su enfermedad era el hambre, y el judío quedó solo con un huérfano esportillero, que dormía en un rincón de la casucha. Su fama de millonario le ocasionó más de un asalto, y el comparecer ante el tribunal supremo de los siete jueces; pero ni el mejor sabueso pudo encontrar rastro de sus riquezas ni de su mobiliario, reducido á la simple vista á unos sucios pergaminos donde en signos extraños llevaba la nota de sus préstamos y gabelas.
Tanta maldad no podía quedar sin castigo, y ése no tardó en sentirse. Un pobre labrador, para una desgracia de familia tuvo que empeñarle una corta hacienda. Asustado ante la cuenta que le presentara, la abandonó á su rapacidad, y el israelita convirtiese contra su gusto en propietario.
Situaba aquélla fuera del recinto amurallado de la cerca de D. Gonzalo al pie del cerro del Sol, y dando vista al valle de Valparaíso, recibiendo las brisas saludables que esparcían los cármenes de la lejana ribera del Darro. Sitio apartado, triste y solitario, pero quizá el único para un ave de rapiña como el judío.
El que tenía oro escondido bastante para adquirir un pueblo, se puso á cultivar la tierra con sus temblorosas manos, y custodiar la escasa fruta del corto arbolado de aquel ínfimo terreno.
Gozaba en cambio de una ventaja singular. Delante de una de las dos cuevas que se utilizaban para albergue, brotaba una fuente con el agua más clara, dulce y agradable que pudiera soñarse en aquel sitio. Los dos primeros días no se saciaba el anciano de beberla y parecía que su rugosa garganta se ensanchaba y su cuerpo se robustecía con una juventud inesperada. Pero era mayor el misterio. Al cuarto de hora de devorar los escasos alimentos que en un saco conducía, un apetito feroz torturaba su estómago, y ni su avaricia ni su inflexible carácter podían impedirle que comprase nuevos manjares, que eran consumidos como los primeros.
Todos se admiraron de tan repentina mudanza; y cuando Abraham, maldiciendo del agua de la nueva hacienda, juraba no volver a pisarla, su estómago se revelaba ante el mandato y eran tan crueles los dolores que lo torturaban, que al instante marchaba á calmarla bebiendo copiosos tragos de la fuente misteriosa. Y la enfermedad cesaba como por ensalmo, pero la más exagerada gula le acometía en su lugar. Soñaba en los manjares más raros y suculentos, é impelido por una fuerza irresistible, y derramando lágrimas de coraje, cambiaba brillantes zequíes de oro casa de los abastecedores, y el muchacho sudaba bajo el peso de tanto comestible. Y vuelta á la lucha del siguiente día, y el genio del mal habitando en sus entrañas, y el agua cristalina amortiguando sus dolores, y su avaricia vencida empobreciendo su tesoro.
Abraham no pudo resistir más sus pesares. Cuando llegó el caso de trocar una piedra preciosa por tasajos de una robusta ternera, el judío tomó una resolución funesta. Encerrándose en su vivienda, trabajó como un desesperado en una faena misteriosa; y cuando la noche envolvió en sus tinieblas la ciudad, jadeante, ciego de enojo se ahorcó de una viga del miserable aposento donde descansaba.
A la mañana siguiente, los wacires con un pelotón de soldados examinaron con escrupuloso cuidado el local. Nada hallaron á pesar de todos sus esfuerzos.
Al cuerpo del judío, por caridad le dieron sepultura sus hermanos, y no se olvidó en largo espacio la memoria de la hambrienta fiera, que sufrió el castigo por si propia.
II
Si algún indiferente duda del relato tradicionalmente conservado después de tantos siglos, puede dirigir su paseo por la agria cuesta que conduce al cerro de San Miguel, llegar hasta el
Blanco, seguir por una estrecha vereda á la mano derecha, y faldeando el hoy denominado
Cerro Gordo andando un buen espacio, encontrará una corta posesión rústica que se conoce por las cuevas del Rabel. Puede gustar el agua que de su manantial brota, y es seguro que su apetito crecerá desmesuradamente, pues el líquido aún conserva parte de la extraña virtud que sirvió para castigar por Providencia divina á un avariento.
Y si aún sigue dudando, abandone las alturas, cruce el Albaicín, deténgase frente al
aljibe del Rey y en un oculto rincón observe los restos de un local que los antiguos le dirán es la
Casa del Tesoro, donde hace ciento ó más años se pusieron riquísimos, de la noche á la mañana, unos infelices bataneros que la vivían. ¡Dios, en su infinita misericordia, dispuso que para algo bueno sirviera la codicia del judío!
Nota: se ha respetado en todo momento la grafía del texto original.
Afán de Ribera, Antonio J.
Tradiciones, leyendas y cuentos granadinos, Madrid: Tip. De los huérfanos, 1885